Tal naturaleza inminente de la vida, como la de esos encuentros, como la de esas despedidas cuando resulta imposible decir nada apropiado.
Jesús García Cívico, Aforismos en Word, poemas con autoreverse, Arthur Penn (ed.), Pennsylvania, 1977.
En relación con la
quema masiva de hormigas y la moda de las mutilaciones de otros seres vivos presenciada en el colegio salesiano XXXXXXX en el periodo escolar comprendido entre los años 1977
y 1983, señalada atrás con
ocasión del apunte lógico-moral de formato aforístico en torno a la caída o
lanzamiento, precipitación al vacío en todo caso, de la portera T, una excepción -su cuerpo roto de mujer vieja y rota- en el monótono pavimento de alquitrán conducente, al donaire -parte de él- de una fabulosa higuera, al mencionado centro educativo, cabría
añadir, a modo de informe elaborado y reelaborado, obviamente en Word, que éstas eran negras y que estaban
efectivamente vivas, que habiendo hecho uno, en algún momento, según cree, todo
lo que pudo para impedir su inflamado final -colocar su
cuerpo (el suyo mismo, el de él) bien
entre ellas y la lupa, bien entre la lupa y el sol, básicamente llorar ridículamente
a fin de que cesara todo, permitir que a uno le consideraran tonto, atrasado,
definitivamente débil, afeminado quizás, reflexionar ya solo, también inútilmente, antes
de dormirse, reflexionar en vano ovillado entre las sábanas- encontró pronto el
informante en la apenas aplazada visita a la biblioteca del jardín botánico de
la misma ciudad (la biclcleta BH o GAC con cesta aparcada fuera) algunos
datos de interés, a saber, que la distribución fisiológica de estas criaturas
de seis patas no parece consentir que el miedo, el dolor o la angustia
recorran, como un relámpago en el hielo, su diminuto cuerpo, al componerse básicamente
su sistema nervioso de un cordón ventral extendido a lo largo de éste, con apenas
varios ganglios y ramas allegadas a los extremos de los apéndices. Que no van
al cine, ni conocen la duda metódica, el arte rupestre o el inestable
sentimiento del amor. Que no se les ve acodadas en los bares, como cansadas, grises,
los ojos ojerosos y sin ganas de vivir. Que ni hacen obsesivamente fotos de todos los lugares
que visitan, ni albergan fantasías sobre la peregrina idea de volver a tener,
no sé, quince o veinte años, ni el deseo recurrente de regresando a tal edad, mejorar, sabiendo lo que saben hoy, su extraña
suerte.
Es improbable también que sientan pena sus propios familiares o amigos, pues no se conoce el caso de hormigas-novio o de hormigas-novia, hijos o hijas, padres, madres –hormigas todos- de aquellas arrojándose al vacío de la desesperación, tras la súbita, espasmódica conciencia de que hay cosas en la vida destinadas a perderse de forma irremediable o para siempre, ni se ha constatado que acudieran, estos mismos allegados -sería de esperar que en hilera, el corazón sensible, bombeante de hemolinfa, en un negro y exoesqulético puño- a despedir el cuerpo retorcido y carbonizado de sus seres más queridos. Que, a diferencia de la vida de aquellos que entonces sostenían impaciente, mecánica, alborozadamente, ahora una lupa ahora una cerilla, la suya era vana como una sucesión de instantes sin sentido.
Parece pertinente remarcar, como prueba defintiva de todo lo anterior, que no hay constancia de celebración o efemérides en el regresar cíclico de la fecha de la hecatombe en una distribución a la humana del tiempo, ni de que se levantara monumento funerario alguno a modo de civilizado homenaje en el lugar donde según los cálculos más optmistas del que esto informa, ardían unos mil setecientos ejemplares al día, unos doscientos treinta y cuatro mil en total, si descontamos del cómputo los días no lectivos, el declinar de la moda en su paulatina sustitución por la peonza, la excursión, cierto día de abril, a un flojo, edulcorado, musical de temática biblíca en el teatro Principal, el pasar aleatorio del sarampión y las paperas afectando algorrítmicamente a uno de cada siete quemadores al término de un mes en lo que toca a los usualmente distribuidos en grupos de cuatro, cinco jóvenes a lo largo (cubriendo por entero el largo) de la superficie de un campo de futbol de tierra pero reglamentario, la semana de Fallas y las celebraciones del Corpus Christi.
Me gustaría añadir que en el margen de tiempo estudiado, junto a la quema estándar y el proceso de combustión en sentido más estricto se observó cómo los jóvenes se ocupaban invariablemente ahora de separar las alas del cuerpo de una mosca para en su deambular enloquecido, pero curiosamente dextrógiro, mejor prenderle fuego, ahora de atravesar con la punta de bolígrafos de punta fina BIC el segundo segmento abdominal del peciolo de las hormigas, y de otra forma de algún escarabajo, distribuido, en las primeras, en forma de nodo, lo que les permitía disfrutar, al punto de mearse propiamente de dicha, del desesperado movimiento de los tres pares de patas del pequeño insecto lanzeado, bien de los detalles en la disección -la lengua del joven educando fuera, codazos entre ellos- de, por un lado, la cabeza, mesosoma (el tórax más el primer segmento abdominal, fusionado a éste) y el metasoma o gáster (esto es, el abdomen menos los segmentos abdominales del peciolo) y luego el agrupamiento de sus tres segmentos corporales ya claramente diferenciados de nuevo bajo el calor abrasador de la lente convergente de aquel instrumento óptico.
No carece de interés, según lo veo, reseñar también que algunas de estas actividades incineradoras –con o sin lupa- coincidían, según se percibía no sin cierta extrañeza, no sin cierto estupor, con mutilaciones apáticas del tipo de las realizadas ya como sin gana o sólo para pasar el rato en el impacientarse a lo largo del recreo de sus pisadas en movimiento de fuelle, hasta que de nuevo al agruparse al círculo otros pequeños seres humanos con algo latiente y débil atrapado entre las manos, en su peculiar forma de correr, de andar y de vestir, como reproducciones de los habituales oficios de sus padres, llegaba, al fin, la algarabía: una suerte de ceremonia escalonada en lo que toca al gozo más profundo, de decapitación y desmembramiento, también en vida, de un número ingente, pero no calculado, de saltamontes, grillos, cigarras, cigarrones y otros animales de extremidades largas, exoesqueléticas, cuyo sonido, el de sus patas sencillas al quebrarse, rugoso, el sonar extra-crujiente, por así decir, de la cobertura exterior que les sirve de carcasa protectora alrededor del cuerpo y de punto de anclaje para los músculos, provocaba, al parecer, incontenible regocijo en los jóvenes formalmente católicos que habrían reservado para el momento álgido de su radiante beatitud el aplicar el fuego de un mechero (presumiblemente sustraído del cajón de una cocina de clase social media donde permanecía éste a fin de ser colocado -normalmente por la madre- de forma oblícua contra la salida de gas bajo una sartén, o del bolsillo de la chaqueta de un tío que fumara) lenta, curiosa, concienzudamente, sobre la cabeza del saltamontes a fin de ponerla al rojo y ver por fin reventar, siempre de un momento a otro, siempre acompañado por la misma, incontenible, carcajada final, sus globos oculares.
Es improbable también que sientan pena sus propios familiares o amigos, pues no se conoce el caso de hormigas-novio o de hormigas-novia, hijos o hijas, padres, madres –hormigas todos- de aquellas arrojándose al vacío de la desesperación, tras la súbita, espasmódica conciencia de que hay cosas en la vida destinadas a perderse de forma irremediable o para siempre, ni se ha constatado que acudieran, estos mismos allegados -sería de esperar que en hilera, el corazón sensible, bombeante de hemolinfa, en un negro y exoesqulético puño- a despedir el cuerpo retorcido y carbonizado de sus seres más queridos. Que, a diferencia de la vida de aquellos que entonces sostenían impaciente, mecánica, alborozadamente, ahora una lupa ahora una cerilla, la suya era vana como una sucesión de instantes sin sentido.
Parece pertinente remarcar, como prueba defintiva de todo lo anterior, que no hay constancia de celebración o efemérides en el regresar cíclico de la fecha de la hecatombe en una distribución a la humana del tiempo, ni de que se levantara monumento funerario alguno a modo de civilizado homenaje en el lugar donde según los cálculos más optmistas del que esto informa, ardían unos mil setecientos ejemplares al día, unos doscientos treinta y cuatro mil en total, si descontamos del cómputo los días no lectivos, el declinar de la moda en su paulatina sustitución por la peonza, la excursión, cierto día de abril, a un flojo, edulcorado, musical de temática biblíca en el teatro Principal, el pasar aleatorio del sarampión y las paperas afectando algorrítmicamente a uno de cada siete quemadores al término de un mes en lo que toca a los usualmente distribuidos en grupos de cuatro, cinco jóvenes a lo largo (cubriendo por entero el largo) de la superficie de un campo de futbol de tierra pero reglamentario, la semana de Fallas y las celebraciones del Corpus Christi.
Me gustaría añadir que en el margen de tiempo estudiado, junto a la quema estándar y el proceso de combustión en sentido más estricto se observó cómo los jóvenes se ocupaban invariablemente ahora de separar las alas del cuerpo de una mosca para en su deambular enloquecido, pero curiosamente dextrógiro, mejor prenderle fuego, ahora de atravesar con la punta de bolígrafos de punta fina BIC el segundo segmento abdominal del peciolo de las hormigas, y de otra forma de algún escarabajo, distribuido, en las primeras, en forma de nodo, lo que les permitía disfrutar, al punto de mearse propiamente de dicha, del desesperado movimiento de los tres pares de patas del pequeño insecto lanzeado, bien de los detalles en la disección -la lengua del joven educando fuera, codazos entre ellos- de, por un lado, la cabeza, mesosoma (el tórax más el primer segmento abdominal, fusionado a éste) y el metasoma o gáster (esto es, el abdomen menos los segmentos abdominales del peciolo) y luego el agrupamiento de sus tres segmentos corporales ya claramente diferenciados de nuevo bajo el calor abrasador de la lente convergente de aquel instrumento óptico.
No carece de interés, según lo veo, reseñar también que algunas de estas actividades incineradoras –con o sin lupa- coincidían, según se percibía no sin cierta extrañeza, no sin cierto estupor, con mutilaciones apáticas del tipo de las realizadas ya como sin gana o sólo para pasar el rato en el impacientarse a lo largo del recreo de sus pisadas en movimiento de fuelle, hasta que de nuevo al agruparse al círculo otros pequeños seres humanos con algo latiente y débil atrapado entre las manos, en su peculiar forma de correr, de andar y de vestir, como reproducciones de los habituales oficios de sus padres, llegaba, al fin, la algarabía: una suerte de ceremonia escalonada en lo que toca al gozo más profundo, de decapitación y desmembramiento, también en vida, de un número ingente, pero no calculado, de saltamontes, grillos, cigarras, cigarrones y otros animales de extremidades largas, exoesqueléticas, cuyo sonido, el de sus patas sencillas al quebrarse, rugoso, el sonar extra-crujiente, por así decir, de la cobertura exterior que les sirve de carcasa protectora alrededor del cuerpo y de punto de anclaje para los músculos, provocaba, al parecer, incontenible regocijo en los jóvenes formalmente católicos que habrían reservado para el momento álgido de su radiante beatitud el aplicar el fuego de un mechero (presumiblemente sustraído del cajón de una cocina de clase social media donde permanecía éste a fin de ser colocado -normalmente por la madre- de forma oblícua contra la salida de gas bajo una sartén, o del bolsillo de la chaqueta de un tío que fumara) lenta, curiosa, concienzudamente, sobre la cabeza del saltamontes a fin de ponerla al rojo y ver por fin reventar, siempre de un momento a otro, siempre acompañado por la misma, incontenible, carcajada final, sus globos oculares.
Finalmente, creo que es posible convenir en que a todos los descendientes de estos seres mutilados, desmembrados y/o devastados por el fuego les
ha sido ajeno el sentido del agravio histórico, la idea insoportable de padecer
una injusticia o la sensación de no llevar exactamente el tipo de vida que merecen
(deserve) por cuestiones adscriptivas
no dependientes del esfuerzo, la inteligencia y el talento del sujeto, al ser,
sobre todo esto último, un rasgo típicamente humano, tradicionalmente tratado en
el pasado por algunos pensadores de la izquierda francesa, sociólogos estudiosos de la
estratificación social de tono meritocrático y muchos profesores
norteamericanos de filosofía política mayoritariamente caucásicos y con gafas.
En GARCÍA CÍVICO, Jesús, Una casa holandesa, Ediciones El pathos de Hypathia, Teruel, 2013.