Que la infancia es la única patria del hombre lo dejó escrito Rilke quien en Canciones de los ángeles tuvo el buen gusto de asemejar el viento “que se levanta en la honda noche / y pasa la alameda solitario y quedo hasta la aldea” con un niño que se despierta solo en la oscuridad.
Hay también un poema hermoso y terrible de Sharon Olds, The Unborn, en el que uno casi llega a sentir cómo se abalanzan repentinamente hacia él los brazos desesperados de la hija que nunca tuvo. En la imagen de Olds, poeta, como Ferrer Lerín, cómoda entre despojos, la hija o el hijo que jamás tuvimos se encuentra una noche, no da igual qué noche sino precisamente esa noche, en el filo de un acantilado. La niña –porque seguramente hubiera sido una niña– ha crecido sola sin nosotros, mirando de reojo el mundo adulto –ese obtuso infanticida– se balancea en las aristas de su dudosa ontología haciendo cierto aquel aforismo de Cioran, un aforismo solo en su apariencia abatido: Perdemos al nacer lo mismo que perdemos al morir, todo.
Hay, finalmente, un tercer poema, de la poeta cubana de origen irlandés, Carlota Caulfield, cuyo título podría por si solo calibrar la temperatura de caprichosa niña enfebrecida visitada a medianoche por el Doctor Inverosímil que marca este inclasificable volumen de microrrelatos de uno de esos pocos autores capaces de acuñar por sí mismo un adjetivo, el leriniano: “A veces me llamo infancia”.
Crías
La aparición en otoño de 2014 de 30 niñas, un nuevo volumen leriniano, un crío o una cría, es decir, un nuevo libro de Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942) sobriamente publicado, en este caso, por la elegante y otoñal editorial valenciana Leteradura es una pequeña-gran noticia literaria de una envergadura tan sugestiva que merece la pena embarcarse tanto en el peligroso viaje al despertar en la hora oscura de la infancia (las treinta micro-ficciones de las que vamos a hablar tienen el recuerdo de la niñez de una mujer en su punto de partida) como a la resbaladiza faena de reseñar a un autor sobre el que los últimos diez años se han vertido, a menudo entre merecidísimos elogios y ponderaciones, no pocos tópicos (T) y entre ellos, quizás, algún malentendido (ME).
Comencemos por ahí.
Tópicos (T) Ferrer LerínEn efecto, la publicación de 30 niñas (Leteradura, Valencia, 2014) se produce más o menos después de una década de intensa recuperación, de reivindicación, por decirlo así, de una personalísima voz de la literatura en castellano que hasta 1987 tenía apenas tres poemarios –De las condiciones humanas (1964), La hora oval (1971) y Cónsul (1987)–. Ocurre que esos tres poemarios eran memorables, así que, muchos años después, a su regreso editorial tras una larga emigración invertida –a Jaca desde Barcelona– Ferrer Lerín era un autor de culto, lo que permite adivinar que en estos años ha sido tal la profusión de elogios y recensiones ad hominem, que debe uno hilar muy fino para no caer en el lugar común (LC).
Sí, lector, sería posible listar (pero no lo vamos hacer, al menos no de forma exhaustiva) una amplia serie de LC sobre el autor de Familias como la mía, Níquel, Mansa chatarra, Gengivalo ahora 30 niñas. Tantos son que ni al crítico ni al lector más advertido le resulta fácil, aún conociendo su procedencia, no caer en este, en ese o en aquel T, ME o LC. ¿Cuáles? ME1: su condición, la de Ferrer Lerín, de raro y de rareza; T2: su curiosa afición ornitológica (todo el mundo sabe que el poeta “normal”, de normal, para ser normal, o para ser poeta no-raro, solo lee poemas y poetiza 24 horas ante un bol de Keats con cereales en aburrido departamento de filología hispánica); LC1 y LC2: su habilidad en el póquer; su presencia, como “Buitre”, en Diario de un hombre humillado de Félix de Azúa; LC3: su inclusión en la “compañía Bartleby” de Enrique Vila-Matas; T3, su voluntad de no-poeta que le impidió entrar a tiempo en la compilación de Castellet; LC4: su trabajo en el Centro de Biología experimental; LC5: la recuperación de los muladares del entorno de Jaca; T4:… ¡Basta!
¿Qué rareza? La franca originalidad de una heterodoxiaBasta, sí, 30 niñas, como el resto de la bibliografía de Ferrer Lerín, no es una rareza ni la obra de un escritor raro. Raro (como por otra parte, maldito) es una categoría demasiado vaga y evasiva. Separarse de las convenciones literarias de la forma en que lo hizo el primero que transitó su propio camino, es decir, Laurence Sterne con su Tristram Shandy, no es un gesto de rareza sino un acto de honestidad formal para con uno, de afirmación de un estilo, y, por tanto, de una cierta valentía.
Ferrer Lerín es, por otra parte, un escritor demasiado lleno de humor (un humor nada inocente) como para resultar un maldito. No tiene la pomposa pesadumbre de Wilms Montt o de Pizarnick, ni el dramatismo hiperbólico y (ego) cultivado de Leopoldo María Panero, ni el trazo ad infinitumde Foster Wallace (se le huele a Lerín el placer que le procura montar en posturas rebuscadas palabras y sintagmas para parir más tarde micro-prosas, confrontar gozosamente la materia del lenguaje para crear una voz no convencional). No es un metafísico solitario, Ferrer Lerín, en busca de la «obra total» como Martín Adán. Comparte Lerín, eso sí, con algunas de esas voces, que muchos convendríamos en incluir en el hipotético listado de voces propias –en el sentido que la voz propia es predicado de Felisberto Hernández, George Perec, Vila-Matas o Thomas Pynchon– la franca originalidad de una heterodoxia.
30 niñas es, pues, la última obra de un franco heterodoxo, un escritor original conocedor de la intemperie práctica y teórica de la vanguardia (Lerín es filólogo y ha traducido a Tzara, Montale, Monod o Claudel), y de un narrador fino de verdad, un sofisticado bromista del lenguaje poseedor de una poética personal. Comencemos, pues, por el autor.
Vanguardia Ferrer LerínEn el breve pero emotivo prólogo a La hora oval –temprana (1971) antología de Ferrer Lerín– ya registró Pere Gimferrer (Pedro en el prólogo) los primeros destierros, los incipientes desarraigos de un poeta y narrador hipnótico cuya obra era a los pocos años de nacer, un borbollón de vanguardia e imaginación:
“Dudo que alguien, entre los poetas de mi generación, haya emprendido la aventura vanguardista con la libertad imaginativa y el fervor iconoclasta de Ferrer Lerín”, escribía el novísimo, “sus relatos, de un poder hipnótico nada frecuente, o sus innumerables pastiches y collages, conservan al cabo de los años todo su poder revulsivo”.
Hay escritores, o, por remitirme a un ámbito que me resulta más cercano, hay pensadores, que se situaron (aunque este no fuera su objetivo) de forma definitiva en la vanguardia. Puede decirse que Nietzsche y Kierkegaard, los más francamente anti-sistemáticos del XIX, se adelantaron no sólo a su tiempo, sino, en muchos aspectos que trataron, también a nuestro tiempo. El secreto, en este punto, no era tanto lo que decían sino como lo dijeron. Dicho de otra forma, en un país donde el primero que abandona la bandada se lleva el porrazo, sería más ajustado a la verdad, amigo lector, retener definitivamente de Ferrer Lerín que es todavía hoy un autor valiente o, si se quiere, de vanguardia. Pero, ¿es que hay vanguardia después de la caída de las torres gemelas? Sí la hay y como sabrá quizás el propio Lerín por haber sentido (es un suponer) en su pellejo alguna pedrada que el camino reserva a los pioneros, a aquellos afanados en la experimentación más arriesgada: no hay nadie que pueda hacer la foto al más avanzado de la avanzadilla sin convertirse en él.
Nacido ayerSí, desde la publicación de su primer poemario De las condiciones humanas (1964) hasta el segundo lustro de la primera década del siglo XXI, de Ferrer Lerín se podría haber dicho que era valiente y que estaba a la vanguardia, pero también que tenía algo de eclipsado (ekleipsistambién quiere decir «desaparición», «abandono»). El término sería correcto si, bajo esa acepción, el eclipse pudiera producirse a voluntad (a voluntad de Lerín, satélite tozudo). Y es que a su regreso, igualmente voluntario, con Níquel (2005) Ferrer Lerín pasó de escritor de culto para minorías retenedoras de eclipses, a autor «revelación» para aquellos que lo tenían, como el poema terrible de la Olds, por Unborn o no nacido.
El revulsivo del Premio de la Crítica a su libro de poemas Fámulo (2009) era un merecido jalón en un camino de búsqueda y placentero jugueteo con el lenguaje, del que uno no dudaría en recomendar a su mejor amigo detenerse y pedir albergue en cualquiera de las cincuenta miniaturas de Papur, su libro de 2008 (precisamente editado en Eclipsados); buscar fonda en los márgenes de ese díptico en la frontera de varios géneros micro-novelísticos que fue Familias como la mía (2011) o en la prosa poética bella y fría, severa y exacta como la de un filósofo analítico de Oxford enamorado del código que esconde un submarino enemigo de El bestiario de Ferrer Lerín (2007).
Medio siglo después de sus primeros poemas, las 30 niñas recreadas con una manía propia –una genialidad propia, más allá de la intersección Kafka-hermanos Grimm- en 30 micro-cuentos por Ferrer Lerín que ha publicado como tercera entrega de su catálogo, la editorial Leteradura vinculada al prestigioso Café Malvarrosa Espai Paral.lel, dejan entrever definitivamente a Ferrer Lerín como propietario de una voz personal actual y de muchos matices. Es así que hoy leemos, entre cabezazos de asentimiento, y topetazos de aprobación, como si se hubiera escrito ayer, todo lo que desde décadas se ha dicho también de Ferrer Lerín. Tal es la actualidad de su literatura. ¿Qué cuenta en 30 niñas?
30 niñasComo señala la Nota del propio autor, 30 niñas es el resultado de un sondeo:
“Treinta amigas del autor son invitadas a participar en un proyecto en el que deberán entregar una foto de su infancia y un brevísimo apunte escrito sobre alguna peripecia vital de esos años, con la intención de confeccionar treinta cuentos (…) Salvo una defección fruto del pavor a verse descubierta (baja que en seguida ocupa la primera de la lista de reservas) todas se muestran encantadas de participar”.
Sí, fruto de la confiada entrega de materiales más o menos íntimos de treinta mujeres, Ferrer Lerín ha construido en el formato breve al que últimamente tiene acostumbrados a sus lectores, 30 ficciones de mujeres que, parafraseando el título del genial cineasta alemán Werner Herzog, reconocen haber nacido pequeñas. Destinar un material íntimo para un relato de Ferrer Lerín, es sin duda un acto de bravura (es sabido que el escritor valiente no necesita el calor de la complacencia) quizás también de candorosa imprudencia: las protagonistas de estas invenciones disfrutan, pues, de entrada, incluso antes de abrir este tomo ligero de Leteradura, con la simpatía solidaria del lector.
Pero abrámoslo.
La niñez es un género enfebrecido“Sólo una cosa no hay. Es el olvido”, dejó Borges como primer verso de Everness, y en “Ella”, en los Poemas do si non, Álvaro Cunqueiro, otro poeta seguramente querido por Lerín: “ella olía al moho chispeante de los espejos / hundidos y era el tiempo cabal de la emigración / de las musarañas”. Y todo es así. Ficción de la memoria. Olor de cuento, efluvio de niña enfebrecida y de Doctor Inverosímil (mítico personaje de Gómez de la Serna). 30 niñas es un libro que tiene mucho de delirio encantado, aunque cabe advertir (en el improbable supuesto de que se acerque a este volumen algún lector despistado) que ese encanto quimérico de la infancia, no es, desde luego, un hechizo ni dulce ni menos aún edulcorado.
No hay aquí ni ciega idealización retrospectiva a la Novalis (aquello de “donde está la infancia está la edad de oro”) ni asomo de sensiblería. El tipo de encanto infantil que el lector pueda encontrar aquí es, acaso, del tipo del que para la literatura con niños se sirvió Maurice Sendak (quien ya liberó de toda frondosidad prosopopéyica las selvas morales de Rudyard Kipling y Horacio Quiroga, alineando al niño del lado del salvaje que era donde este siempre había querido estar). Encanto oscuro, en algún punto retorcido, rural, barroco y sombrío como el surgido de un hipotético enlace Ana María Matute-Lewis Carroll o, por regresar a lo referentes cinematográficos, el del Tim Burton más oscuro.
En efecto, desoyendo la advertencia del poeta satírico Juvenal –último poeta importante de Roma– sobre el cuidado que debe mantenerse al entrar allá donde mora la infancia –“debes, romano, atar corto el hocico de lo obsceno”– el tacto de Lerín con las jóvenes dista mucho de ser ni dulce ni modélico: niñas constructoras de moñas de ubres al capricho y onanistas (Las muñecas de Edith); sádicas incipientes (Mariloli y los gatitos vendados); zoofílicas traviesas (Olguita y el cangrejo) and so on…
30 historiasAnécdotas, sueños, aventuras solo en apariencia triviales, proto-traumas, recuerdos más o menos fugaces, heridas, memoria, pérdidas súbitas de la inocencia, remordimientos, descubrimientos tempranos, reivindicaciones intempestivas, confesiones de treinta mujeres, estupendas todas según se intuye, sirven de apoyatura –quizás sobre todo de excusa– a Ferrer Lerín para construir 30 peque-historias con guiones propios de la rica tradición de la serie B. Micro-ficciones, conmovedoras algunas, divertidas casi todas, turbadoras (las mejores) que dejan una emocionante sonrisa en el lector.
Revolotean en los 30 nano-textos algunos de esos temas tan recurrentes, en general en la obra de prosa leriniana, y quizás de forma especial en su penúltima publicación, Mansa chatarra, esa antología de textos oníricos en edición del generoso profesor y poeta José Luís Falcó quien supo entonces enmarcar entre el espacio alucinado de Bachelard y la sofisticada tipología de Borges, los sueños de Lerín. Es así que también planean en 30 niñas sobre jirones y despojos de la infancia, como buitres disidentes, algunas obsesiones y temas caros a Lerín: las bestias, los venenos, el desdoblamiento (incluso en el sentido que le dio el film, El otro, la obra maestra de Robert Mulligan), lo chocante, lo grotesco, y la propia muerte (tema y símbolo vertebral de la obra leriniana al decir de Falcó).
Desfilan en 30 niñas, en el trasfondo de la España rural y cripto-católica, cuando a la niña no se le debía dejar a solas con el médico, entre sátiros, magnesia y excretas de paloma, mujeres romboides, turbias y pecaminosas, chicas indómitas, heroínas (Anita voladora); chicas prodigiosas (Diabolus in música); esencias (Arancha quizás); historias iniciáticas (Amarita descubre la pintura); sofisticadas pacientes del Doctor Inverosímil (Nu y la luz rectangular, La buena vista de Conchi Jiménez); selenitas (Fuensi, destello de Luna); fantasías borgeanas (estupenda la recreación de aquel relato de Borges sobre el crecimiento del arte cartográfico enPepi y la casa de muñecas); cuentos macabros más o menos clásicos (Rechi y cerdito glotón o la genial y melancólica Mariety y la armónica); románticas y excitantes revisiones del universo marino de H. P. Lovecraft en clave sentimental (Glogó, sirena continental); divertidas aventuras rimadas (Margie devorada); alguna humorada (Gloria y Peté); vidas de Santos (La undécima sílaba). Puede que haya también, es justo decirlo así, algo de prosopografía con el telos del requiebro y alguna que otra historia lastrada, sin duda, por las virtudes de Ferrer Lerín ya no como escritor sino como amigo de sus amigas y ser humano: el narrador no es un sátiro (ni un proto-sátiro, como “La Muerte”, fenomenal secundario de “Lesiones faciales”) pero es que, además, se observa claramente en un par de relatos, que tiene corazón.
Estilo Ferrer LerínMicrorrelatos austeros, con muchas perlas, ejercicios de minuciosidad descriptiva, depurados sintagmas y espíritu-Bécquer depositados en ese tipo de detalles que nos parecen definitivos cuando despertamos en medio de los sueños como el viento nocturno del poema de Rilke con el que comenzábamos esta recensión. Tarea del adulto para con el niño, anotó Wim Wenders en sus diarios de rodaje: dar posibilidad de ser a su propia fantasía. Microrrelatos, con ese ánimo wimwenderiano, llenos de sofisticados y oscuro apuntes, refractarios, todos, a los lugares comunes y a la frase hechas, mini-cuentos en general nada complacientes (le sobran argumentos a Lerín para rebajarse a serlo), relatos fantásticos en la línea Maupassant-Bierce, algunos con finales potentes, en el estilo con el que identificamos los mejores desenlaces de otro maestro de lo conciso, Raymond Carver, (Lilí cambia de residencia); otros en algún punto un tanto incómodos, como la –no es posible saber si deliberada– ambigüedad de “Rosín”. Casi todos planeando como carroñeras entre palabras moribundas (tipos corajudos, felonías). En todos ellos el humor de Ferrer Lerín es mordaz, es probable que en algún punto cruel, pero de esa crueldad del que muerde cosas muertas. Moral del necrófago: debe empujarse lo que cae. O como también escribió Nietzsche en otro lugar…
Final… “si se tiene carácter, se tiene también una vivencia típica y propia, que retorna siempre”. Mujeres, pues de carácter, niñas rápidas, arrebatadoras y sorprendentes que parecen desmentir el conocido aserto de aquel pedagogo genial, Jean Itard, obstinado en encontrar un niño en un salvaje, quien al principio de las memorias de Víctor de L´Aveyron escribió aquello de que somos aquello que se nos hace ser. Mujeres de carácter, sí, mujeres sin pudor a las que dan inmediatas ganas de conocer.
«La objeción, la travesura, la desconfianza jovial, el gusto por la burla –aforizó el autor de Más allá del bien y del mal– son indicios de salud: todo lo incondicional pertenece a la patología». Detrás de 30 niñas hay, pues, un saludable escritor en su lozanía. «Poeta del enigma, del desmán, del arcano, del rijo, del sindiós, del crimen y de la casquería» al decir de su amigo Félix de Azúa. “Último dandy de las letras españolas” fue el piropo de Manuel Vilas, otro poeta que ha sabido despojar, con humor, sus letras de pompa y gesticulante grandilocuencia. Sí, Lerín debe tener algo de dandy como Gambardella aquel escritor también de etapa bartlebiana, interpretado por Toni Servillo en La grande belleza, el film de Paolo Sorrentino. Me ha venido a la mente, en concreto, aquella bonita escena en que su editora se dirige a él con su diminutivo, hay momentos en que merecemos que nos recuerden que fuimos niños. Es, quizás por todo ello, que se entiende perfectamente el desprendimiento interior que le han brindado tres decenas de mujeres sorprendentes.
La aparición de 30 niñas es, definitivamente, un estupenda pequeña-gran noticia literaria, de un lado confirma el excelente rumbo de la joven editorial Leteradura (joven a pesar de la experiencia de sus componentes) que había publicado en sus dos primeros números poesía vigente de Zapater y estupenda prosa de Wences Ventura.
La cautivadora colección de crías que conforma 30 niñas constituirá, para algunos lectores, una puerta pequeña –modelo Carroll– al original universo leriniano, para otros, entusiastas latentes o al tanto de lo que Ferrer Lerín ha escrito los últimos diez años, 30 niñas se leerá como una obra que encaja cabalmente en un cosmos no por bien conocido menos maravilloso y desconcertante.