Más allá de la bella emoción que sentí anoche al terminar el quinto capítulo de Fanny y Alexander (1982), la obra maestra de Ingmar Bergman que vi por primera vez a muy tierna edad, una cosa que me ocurrió desde la escena inicial en la que Alexander, que se cree solo en casa, ve moverse la escultura del salón es que la vinculé a la singularísima Skinamarink, la poco recomendable pero muy querida para mí, película de Kyle Edward Bal.
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