Papur revisitado
por Jesús García Cívico
Revista de Letras
La editorial Días Contados recupera una de las obras de culto de Francisco Ferrer Lerín | Foto: Miqui Ferrer Jiménez, WikiMedia Commons
Hay libros que tienen la estrella de reaparecer, de resucitar de forma espiritual como primicia de aquellos que durmieron, de retornar, de exhibir el misterio del bis que apunta Vila-Matas en su reciente y elevada Montevideo, una segunda oportunidad, o mejor, otra ocasión de acuerdo con la idea circular del tiempo de la antigua Grecia: kairós.
Es el caso de Papur del poeta y ornitólogo Ferrer Lerín (Barcelona, 1942) reanimado, vivificado, revisited, recompuesto a partir de la sombra de una pata de codorniz por una de las editoriales más pulcras del país.
El renacido Papur (Papur 2022 podríamos decir) en la serie castellana de la cuidada, elegantísima edición de Días contados sigue la original publicada en Eclipsados (Zaragoza, 2008) si bien añade para celebrar el esperado acontecimiento del regreso, la «Jornada laboral de un poeta barcelonés» y «El rey de la péñola jacetana», un breve texto de Félix de Azúa a modo de epílogo.
En el prefacio leemos que el volumen que nos ocupa nace con el hallazgo en el archivo municipal de la ciudad oscense de Jaca, de un documento en el que se relacionan los nombres de los componente de la aljama de la judería local allá por el año 1475. Entre los nombres de dureza singular destaca el de Sento Papur: reto fónico, envite literario, provocación que un escritor impar como Lerín no podría dejar de contestar, volumen finalmente. A continuación, listado de ilustres judíos «a la manera de la poesía del inventario de mi querido Saint John-Perse». Tras él diecisiete «bibliofilias», «facsímiles» (de «La ciudad alejada» a «Historia con dos versiones más que dudosas»); capturas y eliminaciones de palomas domésticas y perros vagabundos, llegada de buitres leonados que hacen «series»; luego «varios» que van de barrizales, ingesta de carne humana a cargo de aves, lances sexuales, animales yegua y trayectos; Die Rabe (El cuervo, en alemán) y guiones vírgenes: Descrita una zona de vida y no solo una jornada extraña, Papur se cierra con de Azúa.
De nuevo brillan para opacar la simple tendencia literaria everywhere, la incorrección, el culto eminente al vicio propio, la deformación imaginativa de la memoria, el relato escrito con los colores del sueño, la violación del recuerdo puro, cierta falta de piedad, una divertida indiferencia moral sin el candor de Ripley, el asesino de Highsmith; retratos del hampa, crímenes y pájaros, léxico escrupuloso, risa para uno mismo, precisión al señalar el nombre, dominio de las formas breves, entorno de Jaca.
En fin, todos los estilemas de Lerín.
No es posible dejar de ver la relación entre la forma en que el autor de Familias como la mía (2011) rapta la palabra como a una niña (como a una de sus 30 niñas) antes de ser literatura y la composición visual infraleve –por tomar el acertado término de Miguel Ángel Hernández– tal como se revelaba en el interior de un ojo avispado el sagaz arte casual: emociones estéticas de elementos colocados o distribuidos azarosamente sin voluntad artística.
Presiento que la mirada concentrada en el hueso de la miscelánea que es Papur –como al Ray Milland de X (Corman, 1963) que siempre me viene a la cabeza al hablar de Ferrer Lerín– sería capaz de captar, de radiografiar, el postrero resplandor de las vanguardias. Así sucede especialmente con los textos más oníricos, pasajes sin teoría, sin presunción previa porque, ¿qué hipótesis concebible puede elucidar una fenomenología del sueño, o del recuerdo del sueño, una estructura de la experiencia onírica sentida tan difusa, múltiple y sinestésica en sus expresiones terminales? ¿Acaso escribe en sueños con tinta de espejo Ferrer Lerín negro sobre leve?
Pero es posible que el sueño no sea lo negro, sino que, como señala George Steiner en las Gramáticas de la creación, el arte sea el hermano de la muerte. Esencialmente expresiva de la vitalidad, la obra de arte se ampara bajo dos sombras: la de su existencia posible o preferible y la de su desaparición. En el lector de este gran Papur de Días contados reverberarán también, junto a las disposiciones azarosas que hacen arte entre montañas, los ecos de sus tres primeros poemarios memorables –De las condiciones humanas (1964), La hora oval (1971) y Cónsul (1987)–, humor nada inocente o, de hecho, casi cancelable, broma sofisticada que vence a la cancel culture: bajo instinto, alta literatura ajena a las servidumbre de las modas, pulsión erótica, «fervor iconoclasta» (en palabras de Pere Gimferrer).
Desatado el hocico de lo obsceno (siempre regreso a Juvenal) el escritor husmea entre los restos de una sesión de anatomía, en la máxima tensión del lance erótico, en el movimiento entre sombras que precede al susto, información del tiempo raro del thriller surrealista (en mi cabeza sonaba el «Alien Observer» de Grouper, el «Text» de Darkstar y veía un film de Léos Carax) y creo que no solo seré yo quien distinga la línea Maupassant-Bierce y el escalofrío de lo uncanny pre-lovecraftniano en los temas recurrentes de Papur.
Espléndida la exploración que se hace del pozo, de la biosfera pirenaica, no sé si este libro es la joya de la corona de la obra de Ferrer Lerín, pero sí que contiene muchas piezas preciosas. En lo que toca a la constelación de referencias muy sutiles, habrá quien también vea aquí y allá destellos de Henry Miller, de Robert Rossen, de Isidore Ducasse, conde de Lautremont, de la química de Jacques Monod y de los versos Montale, de la dureza vital de Luis Buñuel y del Borges de Otras inquisiciones pero sobre todo escuchará la voz propia del artista singular.
Cine físico, como el de los años 70 (de Francesco Rosi a William Friedkin) en lo que toca a los guiones, –un grande como Albert Serra podría dirigir un pequeño corto de Die Rabe con su retumbo de Níquel–, sexo turbio en la línea Carlos Saura-Peckimpah (Sam); incorrección de voces y sonidos, intereses ligados ora a la planificación editorial y literaria de su obra ora a la composición de su propia figura.
Los que elijan entrar en este libro podrán frotarse la mente con todas las letras del nombre de Sento Papur y recortar metafóricamente para su admirado análisis un texto breve. Tanta es la perfección de tantos párrafos. Tan bien editado está. Tanto podrían aprender. En el apartado más personal, tengo inclinación por los solares, por los parterres devastados, por los monstruos, por las moscas y las metamorfosis de la piel femenina y por ello la lectura de Papur me resulta aún más íntima, inquietante como el recuerdo infantil de una temible canción desconocida.
Para muchos otros de este oficio, Ferrer Lerín será siempre uno de los escritores por antonomasia, feroz y atípico, y así como en Papur, aumentado y en escorzo, simplificado y fijo, parece mostrarlo el transcurso, la redición catalana y el tiempo, o por seguir parafraseando la célebre opinión de Henry James sobre Flaubert, ha nutrido de carne muerta, se infiltra y ha llegado a un público (en esta edición cuatrocientos lectores bien enumerados) «del cual según su teoría estaba separado por una profunda e insuperable zanja, obra de su propia pala».
Si no carne, tierra, zanja y pala, al menos palabra y alma resurrecta, bodysnatcher, compendio de obsesiones, écfrasis, metapoemas (poemas sobre sus poemas), filología, literatura de sí, libro de libros, cama y montaña, lúcidas teorías sobre el plagio inverso, florilegio de prosa, rosa negra, muy potente; nombres de pájaros, bichos que envenenan a quien orina sobre ellos, paisaje oscense, genealogías hebreas alto-aragonesa como invocación de un tiempo petrificado en una nube, o, por resumir a nuestro autor en dos palabras: aristocracia y resistencia.
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